Así comienza un poema de amor moderno: me enamoré de una acera.

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Bueno, más o menos. Para el hondureño, la historia es algo así: te vas para la universidad, o en un viaje de negocios, o de luna de miel. Descubrís un lugar donde podes caminar, dar vueltas, perderte, descubrís una multitud de aceras, aceras anchas, sin fin y te pasas los días contando los pasos y anclando la vista hacia arriba, hacia el cielo y los rascacielos infinitos. Te sentís bien, en general.

La ciudad y los pies de uno

Después regresas a la ciudad que llama tu nombre–te llama, susurra, casi que ruega, nunca alza la voz, solo lo suficiente para que escuches. Y cuando regresas, tus pies comienzan a extrañar el pavimento. Empezas a perder la cordura, dentro de vehículos apuchurrados, ensuciándote la boca con palabras irrespetuosas hacia los demás conductores, existiendo en un estado de ansiedad total y constante hasta el dulce momento que llegues a tu hogar.

Así comenzó mi poema de amor moderno: me enamoré de las aceras del centro histórico.

Es un hecho. Científico, investigado, comprobado: el centro no es el lugar más peligroso de la ciudad. Algún experto con credenciales te lo puede confirmar. Te van a decir, si, ella tiene razón. Por algo le dicen “La Peatonal” al Paseo Liquidámbar, aquella avenida tan transitada y adorada por nuestra gente. En el centro, caminamos.

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Creo que hay algo que decir a favor de las ciudades diseñadas para el transeúnte. La historia urbana nos detalla como las ciudades expandieron radicalmente a medida que la población explotaba (como lo hizo Tegucigalpa y Comayagüela), a medida que las revoluciones industriales se interrumpían en su prisa, a medida que más y más pisos se erigían en vigas de metal, vigas que representaban el logro humano.

Un renacimiento del concreto.

La llegada inesperada del automóvil.

Tanta conmoción nos hizo olvidar al individuo. Olvidamos a esa personita merodeando por su vecindario, caminando hacia la pulpería en la esquina para comprar un fresco en bolsa, saludando al vecino–tal vez silbando–olvidamos nuestros pies.

Las ciudades olvidaron los pies de uno. Ha llegado el momento de recordarles.

Tanto el sector público como el privado y las organizaciones no-gubernamentales están uniendo fuerzas para recrear la experiencia peatonal del hondureño. Pero a pesar de planes ciudadanos, diseños que mejoran las aceras y las calles del centro histórico–como el de la Avenida Guanacaste y la peatonalización de la Calle Los Dolores–la iniciativa hacia una mejor calle, hacia un mejor vecindario (¡hacia un mejor centro!) requiere, no, demanda la cooperación de un actor en especial.

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Fotografía por Lee Reyes

Me refiero a vos, amigo.

(Me imagino que se la esperaban.)

Pos, si. Es que al final, por más adoquín histórico y por más remodelación participativa, por más que los de la Alcaldía y los de los organismos internacionales se imaginen y se reinventen el centro histórico, si los ciudadanos no formamos parte activa del proceso y sus resultados, de nada sirve. Es hora que aceptemos nuestra responsabilidad como ciudadanos, capitalinos, hondureños. Y nos valemos de los siguientes Mandamientos del Peatón para hacerlo. Siga leyendo.

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Esa última en especial. Tenemos que amar nuestra ciudad. Lo demás vendrá.


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