Llevo poco más de un año preguntando el nombre del edificio rojo en el borde de Palmira.

Esto directamente antes de doblar a la derecha en el semáforo y bajar la cuesta del Hotel Maya, la cuesta donde hace unos años mi tía cocinaba (un restaurante llamado Alondra), montándome en la Avenida Cervantes del centro histórico de Tegucigalpa, de lunes a sábado, entre las siete y ocho de la mañana (me cuesta llegar a tiempo, pero ese es tema de desvelo), arribando al lote de Casa Quinchon, caminando la media cuadra que cruza la Calle Los Dolores (que en verdad se llama la Quinta Avenida, pero ese es un cuento para otro día), y subiendo los tres pisos de escaleras para sentarme en mi escritorio a editar artículos.

Callecitas Empedradas

Nunca logro alcanzar el semáforo frente a lo que una vez fue el Hotel Prado. En ese minuto y medio de pausa, nunca hace falta el impulso de bajarme del carro para comprar una torta de yema en Chinda Díaz. Que puedo decir. La carne es débil.

cafecitos

Y además, me encanta pasar por el Parque Central, cuando los ruidos de la ciudad apenas comienzan, cuando los transeúntes andan en búsqueda de la segunda tacita de café (de cafés puedo hablar por años), el oficial de tránsito me sonríe, aunque no ande cinturón (aprendí mi lección a la primera), se me olvida todos los días del bache frente al Capitolio.

Todos los días. Maldito reverendo bache.

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El Puente Centenario y El Guanacaste a su derecha – Foto de SAP

Si hace buen clima, tomo la ruta del Guanacaste. Las construcciones del 2017 me la prohibieron por un tiempo: debía cruzarme por el callejón que abraza el Mercado San Miguel, navegar el redondel de la Plazuela (o como mi mamá siempre dice, ¿ya estas por El Arbolito?), para, nuevamente, montarme en la Avenida Cervantes.

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Ya habilitaron el Guanacaste. Significa que puedo arriesgarme la vida en aquel laberinto de vehículos que insisten en ocupar el espacio público del peatón, para pasarme la intersección del Parque Finlay y los Cines Aries y Tauro y entrar a la Avenida Jerez, que, en mi opinión, es la menos favorita de las cuatro avenidas (pero también se le quiere).

Si bajo por la Avenida Jerez, a veces me saluda una gringa desde la azotea del Hostal La Ronda, a veces no. Paso la ristra de floristerías, la Cuesta del Millón (que algún día subiré corriendo, si los pulmones lo permiten), logro espiar la primera vuelta de La Leona (aunque nunca he visto la misteriosa leona, pero que se le va a hacer), y antesito de bajar por el desnivel subterráneo debajo del Mercado Los Dolores (¿cómo es que le dicen?), doblo a la izquierda en un edificio de piedra cuyo nombre me escapa, paso la Casa Morazán donde alta es la mañana y Don Andrés vigila, vistazo de La Peatonal (y más de un peatón que esquiva el tráfico andante), antes de montarme, una vez más, a mi queridísima Avenida Cervantes.

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En otra ocasión, les cuento de mis tardes.


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