Esta vez ha sido el clima el que me ha hecho buscar alguna historia que nos recuerde lo fresca y pintoresca que era nuestra capital a principios del siglo pasado. Es una tristeza saber que no hemos cuidado esos ríos de aguas cristalinas, los bosques de pino (no se recuerdan gorgojos en los últimos cien años que se parezcan a los actuales) y las calles empedradas en las que había más de una casa con chimenea. Pero don Marco Antonio Rosa, en su libro “La Tegucigalpa de mis primeros años”, nos puede dar una mejor idea de lo que él vivió en la Ciudad de las Neblinas:

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Una mañana cualquiera en el Hatillo – Foto de Jorge Ocampo

Gozaban del madrugar repique de campanas y del cloquear de gallinas al bajar de los arboles donde dormían aperchadas, cuyos ruidos eran como reloj para el continuo mañanear y preámbulo del humeante desayuno que generalmente servíase, parte en sartencitos: uno conteniendo huevos estrellados en mantequilla blanca; otro con frijoles fritos, y un tercero ya fuere con chorizos refritos, o con el delicioso “sartén” preparado con cuajada fresca, huevo, mantequilla rala y chile dulce. El quesillo o el queso duro de tajo siempre estaban presentes acompañando a las tortillas acabadas de echar, el café aromático, tostado y molido en casa y, desde luego el “pan de yema”, ya fuere de donde las inglesas, las Vásquez, las Valeriano, o la niña Chenta. Mas, cuando el bolsillo se ponía liviano, el pan de yema era sustituido por las ricas y baratas “chambergas” o por las galletas simples de donde las Padilla. Si la familia estaba en la real quema, siempre alcanzaba para un pan dulce o de “medio aliño”, para las confortables patonas, las semitas de manteca de a dos centavos, o los famosos rosquetes de igual precio.

El sábado, día de la Virgen, se desnudaba de sus hojas de plátano el clásico NACATAMAL de las Garay, las “Chompinas” o las Canizales aderezándolo con limoncito y chile “pico de pájaro”. Y había barbaros quienes aseguraban que el nacatamal era “veneno” si no se le rociaba con un buen trago de café negro y muy caliente que, sorbo a sorbo saboreábase para no quemarse “el pico” y comentar largo y tendido, en animada platica, la vida y milagros de la gran familia tegucigalpense.

Tarde con neblinas en el Cerro el Picacho - Foto de Evangelia Dicoulis
Tarde con neblinas en el Cerro el Picacho – Foto de Evangelia Dicoulis

Tegucigalpa “La Ciudad de las Neblinas”

Amenos eran los tiempos de comida, especialmente el de la cena cuando se comentaban los acontecimientos importantes del día; se planeaban las reuniones de cumpleaños; exponíanse pareceres sobre los “estrenos” para la celebración de las fiestas más próximas. Hablábase con sordina del movimiento revolucionario que fraguase contra el Presidente turno.

“Ya viene el circo López –se balbucía- y esa es la señal segurita de que la revolución se acerca”.

Serapio López no solo venía a divertir al público con sus payasadas, sino antes bien para averiguar solapadamente, con cuanto contingente humano y armas contaba el gobierno; además traía correspondencia de los enemigos del régimen.

Es mejor –se afirmaba- que mañana mismo demos principio a las compras de mantenimientos, y que sean suficientes para unos cuantos meses, porque ustedes saben que “El Negro” para revoluciones es más necio y porfiado que un cabro en primavera.

Tal el alma, la fisonomía, las costumbres de la ciudad que vio nacer a muchos de nuestros próceres, y que algún hondureño anónimo del siglo XX llamo “LA CIUDAD DE LAS NEBLINAS”, porque desde que se presentaba octubre hasta que se despedía enero, todas las madrugadas Tegucigalpa era arrebujada por su sudario blanco y frío…

Y ahora, usted también lo sabe.


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