Está así la cosa: existe una Tegucigalpa de ayer que no conocí. Esa Tegucigalpa ajena–diáfana, reluciendo con la pátina de la nostalgia–me la cuentan en tardes de cafecito, mis abuelos, mis padres, amigos de un amigo que me encuentro al caminar por la ciudad, me la cuentan en pedacitos y yo voy construyendo una narrativa de había una vez.
Es difícil. Hemos perdido mucho, pero aún permanecen vestigios de esa Tegucigalpa. Yo trato de cuidar mi ciudad olvidada: conociéndola, dándola a conocer, escribiéndola en palabras torpes, respetando sus fachadas, las caras de la memoria colectiva.
¿Y qué nos dice una fachada descuidada del cuidado que le damos a nuestras memorias?
Mis memorias del Museo del Hombre: recuerdo el día que le otorgaron un premio a mi abuela en ese lugar. Recuerdo una gala escolar. Recuerdo foros de buenas prácticas, talleres ciudadanos. Recuerdo una celebración de boda de plata–la primera vez que probé el vino tinto. Reconocía la fachada del Museo porque reconocía todo lo que había sucedido allí.
Eso es la fachada histórica: un espejismo de años.
Eso es la Casa Ramón Rosa: el espejo de la historia hondureña, que nos refleja a cada uno y a cada una, conservando las memorias de la Tegucigalpa de ayer para que deje de ser ajena y se convierta en un documento vivo.
Los acontecimientos del 30 de noviembre de este año (pueden leer el reportaje de Radiohouse para conocer los detalles) son un peso que todos los hondureños cargamos. Lo sentí ese día como un balasto arrastrante, lo siento hoy al tratar de organizar mis pensamientos, estoy segura que lo voy a sentir por muchos años, cada vez que me acerque a la Avenida Cervantes. Hay algunas memorias que no quisiera conservar.
¿Qué lección tomamos del accidente? ¿Cómo mejoramos? ¿Cómo evitamos la quema salvaje, impredecible, la pérdida de lo tangible? Si bien nuestras memorias parecen que no corren riesgo de incendio, lo demás puede irrumpir en llamas en cualquier hora de una mañana abandonada.
Tal vez lo que rescatamos del Museo del Hombre es esto: no estamos perdiendo los espacios físicos, estamos perdiendo la Tegucigalpa de ayer.
Y a medida que perdemos esa historia de nuestros padres y abuelos y amigos de amigos, complicamos el deber de construir nuestra propia narrativa. Es imprescindible el había una vez. Al abandonar los espacios, abandonamos la posibilidad de seguir escribiendo el cuento hondureño. El fuego que intentó destruir el Museo del Hombre se alimentó de los espacios abandonados aledaños al Museo. Así comienza la destrucción: en el vacío.
Llenemos esos vacíos con encuentros, actividades culturales, intervenciones artísticas, premios y galas y bodas de plata. Que las fachadas sigan contando historias para que nosotros también las contemos y la Tegucigalpa de ayer sirva de ejemplo para la Tegucigalpa que construimos hoy y mañana.
Pueden hacer donaciones al Museo del Hombre, ya sea en dólares o lempiras. Estas son las cuentas respectivas.
BAC (lempiras) 730191971
Banco Atlántida (dólares) 1200652947